sábado, 24 de julio de 2010

Fuegos fatuo: Alvaro Obregon

domingo, 11 de julio de 2010

Fuegos fatuos


Cuando el alma del cuerpo se desprende



y en el espacio asciende,



las bóvedas celestes escalando,



las almas de otros mundos interroga



y con ellas dialoga,



para volver al cuerpo sollozando;



sí, sollozando al ver de la materia



la asquerosa miseria



con que la humanidad, en su quebranto,



arrastra tanta vanidad sin fruto,



olvidando el tributo



que tiene que rendir al camposanto.





Poema escrito en 1909 por el en ése entonces futuro general y presidente de México Alvaro Obregón, poco tiempo después del fallecimiento de su esposa en pleno parto de hijos gemelos quienes también murieron en ése evento.

sábado, 12 de junio de 2010

martes, 8 de junio de 2010

domingo, 6 de junio de 2010

sábado, 5 de junio de 2010

Entresuelo Jaime Sabines

domingo, 7 de marzo de 2010

Un ropero, un espejo, una silla,
ninguna estrella, mi cuarto, una ventana,
la noche como siempre, y yo sin hambre,
con un chicle y un sueño, una esperanza.
Hay muchos hombres fuera, en todas partes,
y más allá la niebla, la mañana.
Hay árboles helados, tierra seca,
peces fijos idénticos al agua,
nidos durmiendo bajo tibias palomas.
Aquí, no hay mujer. Me falta.
Mi corazón desde hace días quiere hincarse
bajo alguna caricia, una palabra.
Es áspera la noche. Contra muros, la sombra
lenta como los muertos, se arrastra.
Esa mujer y yo estuvimos pegados con agua.
Su piel sobre mis huesos
y mis ojos dentro de su mirada.
Nos hemos muerto muchas veces
al pie del alba.
Recuerdo que recuerdo su nombre,
sus labios, su transparente falda.
Tiene los pechos dulces, y de un lugar
a otro de su cuerpo hay una gran distancia:
de pezón a pezón cien labios y una hora,
de pupila a pupila un corazón, dos lágrimas.
Yo la quiero hasta el fondo de todos los abismos,
hasta el último vuelo de la última ala,
cuando la carne toda no sea carne, ni el alma
sea alma.
Es preciso querer. Yo ya lo sé. La quiero.
¡Es tan dura, tan tibia, tan clara!
Esta noche me falta.
Sube un violín desde la calle hasta mi cama.
Ayer miré dos niños que ante un escaparate
de maniquíes desnudos se peinaban.
El silbato del tren me preocupó tres años,
hoy sé que es una máquina.
Ningún adiós mejor que el de todos los días
a cada cosa, en cada instante, alta
la sangre iluminada.

Desamparada sangre, noche blanda,
tabaco del insomnio, triste cama.

Yo me voy a otra parte.
Y me llevo mi mano, que tanto escribe y habla.

Marcelino Pan y Vino (fragmento) José María Sánchez Silva

jueves, 7 de enero de 2010

José María Sánchez Silva Marcelino Pan y Vino (fragmento)" Marcelino no había visto jamás un crucifijo tan grande, con un Jesucristo del tamaño de un hombre clavado a la cruz, tan alta como un árbol. Se acercó al pie de la cruz y, mirando con fijeza la cara del Señor, la sangre que le goteaba de la frente por las heridas de la corona de espinas, las manos y los pies clavados al madero y la gran llaga del costado, sintió llenársele los ojos de lágrimas. Jesús tenía los suyos abiertos, aunque con la cabeza algo inclinada sobre su brazo derecho no podía ver a Marcelino. El niño fue dando la vuelta hasta ponerse debajo de su mirada. Jesús estaba muy flaco y la barba le caía a borbotones sobre el pecho; tenía las mejillas hundidas y su mirada producía a Marcelino una grandísima compasión. Marcelino había visto muchas veces a Jesús, aunque siempre pintado en el cuadro que había en el altar de la capilla, o en los crucifijos pequeños, como de juguete, que llevaban los frailes. Pero nunca le había visto de verdad como ahora, con todo el cuerpo desnudo y de bulto, que él podía rodear con sus manos. Entonces, tocándole las piernas delgadas y duras, Marcelino levantó los ojos hacia el Señor y le dijo sin reparos: Tienes cara de hambre. El Señor no se movió ni le dijo nada. Marcelino tuvo una idea repentina y, empinándose mucho hacia Jesús para que le oyera, le dijo de nuevo: Espera, que ahora vengo. Rápido como el rayo, Marcelino entró en la cocina, cogió lo primero que vio de comer y subió corriendo escaleras arriba. Al llegar al desván se coló como una exhalación y, acercándose al gran Cristo, extendió su brazo hacia Él ofreciéndole lo que traía. - Es pan solo, ¿sabes?, le decía, estirando su mano cuanto podía. No he podido encontrar más por la prisa. Pasados unos días, Marcelino volvió a ver a Jesús en la cruz. He subido porque había carne, le dijo. Con que ya podías bajarte hoy de ahí y comerte esto aquí sentado. Entonces, el Señor movió un poco la cabeza y le miró con gran dulzura. Y, a poco, se bajó de la Cruz y se acercó a la mesa, sin dejar de mirar a Marcelino. ¿No te da miedo?, preguntó el Señor. Pero Marcelino estaba pensando en otra cosa y, a su vez, dijo al Señor: ¡Tendrías frío la otra noche, la de la tormenta! El Señor sonrió y preguntó de nuevo: ¿Sabes quién soy? Sí -repuso Marcelino-, ¡eres Dios! El Señor sentóse entonces en la mesa y comenzó a comer la carne y el pan, después de partirlo de aquella manera que sólo Él sabe hacer. Marcelino, familiarmente, le puso entonces su mano sobre el hombro desnudo. ¿Tienes hambre?, preguntó. ¡Mucha!, repuso el Señor. Cuando Jesús terminó la carne y el pan, miró a Marcelino y le dijo: Eres un buen niño y Yo te doy las gracias. Marcelino preguntó de nuevo: Oye, tienes mucha sangre por la cara y en las manos y en los pies. ¿No te duelen tus heridas? El Señor volvió a sonreír. Y preguntó suavemente, poniéndole Él, a su vez, la mano sobre la cabeza: ¿Tú sabes quiénes me hicieron estas heridas? Marcelino parpadeó y repuso: Sí, te las hicieron los judíos. El Señor inclinó su cabeza y entonces Marcelino aprovechó la ocasión y, muy suavemente, le quitó la corona de espinas. El Señor le dejaba hacer, mirándole con un amor que Marcelino jamás había visto reflejado en mirada alguna. Y, repentinamente, Marcelino habló, señalándole las heridas: ¿No te las podría curar yo? Hay un agua que pica que se da por encima y a mí se me curan todas. "